El líder liberal demócrata británico Nick Clegg ha pedido a Gordon Brown que nacionalice sin más dilación los bancos más débiles. En días pasados el diario Telegraph aseguró que el Gobierno británico no quería nacionalizar los bancos. Ahora los titulares de prensa de The Guardian o de El País hablan de que el Gobierno de Brown nacionalizará escuelas privadas. También leemos en el Süddeutsche Zeitung que el gobierno federal alemán va a disponer las reformas legales pertinentes para posibilitar la nacionalización de los bancos con dificultades. En principio el objetivo es solucionar los problemas derivados de la crisis del Hypo Real State, el banco bávaro especializado en finanzas inmobiliarias, en el que se han inyectado ya 90 mil millones de euros para evitar su caída. Parece que la ley tendrá un alcance transitorio limitado a este año 2009. En el caso alemán, a diferencia del de las escuelas privadas británicas, parece tratarse de una auténtica nacionalización puesto que según el diario se prevén fórmulas para la expropiación de los accionistas en los casos en que no se llegue a un acuerdo. En las escuelas británicas parece más bien que entrará dinero público sin que haya expropiación.
En cualquier caso lo relevante de estas noticias es que hace muy poco tiempo en ninguno de estos grandes diarios europeos habría sido posible hablar de nacionalización sin gran escándalo, sobre todo tratándose de bancos. La doctrina imperante era la de la no-intervención pública. No se ponía en duda que cualquier gestión privada mejoraba la eficiencia y eficacia del sector que se considerase. Y la intervención pública casi era sinónimo de poca solvencia o incluso de cierta corrupción. Por el contrario, el libre mercado en libre competencia mostraba una autorregulación ejemplar, como dispuesta por una mano invisible, de tal modo que la ineficacia y la ineficiencia eran eliminadas y la corrupción quedaba minimizada dada la balanza favorable de los grandes beneficios que alcanzaban en mayor o menor medida a casi todos. Bajo ese prisma, no sólo en España sino en toda Europa occidental, la experiencia de los últimos decenios ha sido la privatización de las grandes corporaciones que antes fueron públicas. Ahora, en un lapso de tiempo mínimo, y salvo algún liberal de recalcitrante coherencia, por todas partes resulta admitida, bienvenida o exigida la intervención de fondos públicos en empresas privadas. Por la vía de los hechos se reedita el debate liberalismo/intervencionismo y se da pie, de nuevo, a inocentes preguntas: Si los Estados disponen de sus fondos para sanear grandes empresas privadas, ¿hasta qué punto deben entrar en el control de sus actividades? Si se alcanza un saneamiento, ¿es mejor dejar que de nuevo se autorregule el mercado? Si en el ámbito de las grandes corporaciones privadas los acontecimientos han sido tan críticos, ¿hasta qué punto debe cambiar nuestro concepto de la relación entre lo público y lo privado? Y una cuestión más retórica: Si es que la hubo, ¿debería salir del armario la mano invisible de Adam Smith?
En cualquier caso lo relevante de estas noticias es que hace muy poco tiempo en ninguno de estos grandes diarios europeos habría sido posible hablar de nacionalización sin gran escándalo, sobre todo tratándose de bancos. La doctrina imperante era la de la no-intervención pública. No se ponía en duda que cualquier gestión privada mejoraba la eficiencia y eficacia del sector que se considerase. Y la intervención pública casi era sinónimo de poca solvencia o incluso de cierta corrupción. Por el contrario, el libre mercado en libre competencia mostraba una autorregulación ejemplar, como dispuesta por una mano invisible, de tal modo que la ineficacia y la ineficiencia eran eliminadas y la corrupción quedaba minimizada dada la balanza favorable de los grandes beneficios que alcanzaban en mayor o menor medida a casi todos. Bajo ese prisma, no sólo en España sino en toda Europa occidental, la experiencia de los últimos decenios ha sido la privatización de las grandes corporaciones que antes fueron públicas. Ahora, en un lapso de tiempo mínimo, y salvo algún liberal de recalcitrante coherencia, por todas partes resulta admitida, bienvenida o exigida la intervención de fondos públicos en empresas privadas. Por la vía de los hechos se reedita el debate liberalismo/intervencionismo y se da pie, de nuevo, a inocentes preguntas: Si los Estados disponen de sus fondos para sanear grandes empresas privadas, ¿hasta qué punto deben entrar en el control de sus actividades? Si se alcanza un saneamiento, ¿es mejor dejar que de nuevo se autorregule el mercado? Si en el ámbito de las grandes corporaciones privadas los acontecimientos han sido tan críticos, ¿hasta qué punto debe cambiar nuestro concepto de la relación entre lo público y lo privado? Y una cuestión más retórica: Si es que la hubo, ¿debería salir del armario la mano invisible de Adam Smith?