Los expertos Fernández-Villaverde, Garicano y Santos, miembros de FEDEA, rechazan el plan de rescate para salvar a Irlanda de la bancarrota de sus bancos. Lo interesante de la posición que mantienen en el artículo que comentamos es que se sitúan en el aspecto esencial del problema económico, entran en los fundamentos, en el asunto filosófico. Señalan que el plan de salvamento es intelectualmente erróneo e inútil porque, entre otras cosas, socava los cimientos fundamentales del sistema económico. Según afirman, la economía de mercado se basa en la responsabilidad; esto es, en las ganacias, cuando se acierta, y en las pérdidas, cuando no es así. Dado que en el caso de Irlanda no se quiere que los acreedores de los bancos irlandeses pierdan dinero tras su libre opción de haber confiado en dichos bancos, se procede a una "socialización de las pérdidas" (sic) que va a recaer en el contribuyente irlandés. Lo que les preocupa a los autores no es que los irlandeses vayan a tener salarios más bajos o perder puestos de trabajo, especialmente los funcionarios, medidas que consideran aceptables en sí mismas; sino que les preocupa la subversión del principio de la economía de mercado antes citada, porque conducirá a futuros problemas, como por ejemplo que Irlanda se declare en quiebra cuando tenga superavit. Por eso creen que sería mejor destinar la ayuda a la reestructuración de la deuda garantizando sólamente los depositos bancarios y dejando que los acreedores sufrieran las pérdidas oportunas.
Fernandez-Villaverde, Jesús; Garicano, Luis; Santos, Tano. "La bancarrota necesaria". El País, 28/11/2010, economía, página 25.
En relación con este asunto resulta obvio que en los viejos países industrializados, de momento todavía no en los emergentes, el modo de vida de los últimos decenios ha sido inspirado, desde el punto de vista económico, por las siguientes premisas, entre otras:
1. El principio de la economía libre de mercado.
2. El principio de que el endeudamiento es una buena praxis económica.
Respecto del primer punto, siendo críticos, hay que decir que la aplicación ha sido limitada puesto que la mayor parte de los ciudadanos ven su vida económica como algo intensamente gravado y regulado en los mencionados países,; y, sin embargo, ese gravamen y regulación nunca han alcanzado a la cumbre del mercado, allí donde los fondos de inversión organizados conforman lo que podríamos llamar un capitalismo de casino permanente, dado que la ruleta está abierta las veinticuatro horas del día, conforme el globo terráqueo gira desde Tokyo hasta New York, pasando por London. En esta cúspide de la pirámide del mercado apenas ha habido presión fiscal y regulación. De hecho algunos grupos de opinión, como ATTAC, han sido críticos con esa situación. La posición de los grandes inversores ha sido poco más o menos la siguiente: "Para dinamizar la economía y crear puestos de trabajo, el dinero está mejor en nuestras manos que en las del Estado, porque nosotros sabemos lo que hay que hacer mejor que nadie." Por otro lado, la regulación teóricamente redistributiva que significan los impuestos finalmente se aplica en su mayoría a las rentas del trabajo, por lo que los grandes servicios públicos son soportados por estas rentas. Esto constituye una injusticia social por la inmoralidad que supone la adopción de un principio que no se aplica con carácter universal. Los miembros de FEDEA, en coherencia con aquel principio, defienden que asuman las pérdidas aquellos cuya libre inversión no ha sido acertada, porque es el núcleo del principio de la economía de libre mercado. Si el mercado es intervenido para socializar las pérdidas, entonces temen que quepa otra opción también; a saber, someter el casino al imperio de los impuestos y la regulación. Ahora bien, piensan los que no han hecho inversiones acertadas, ¿y si hubieramos encontrado el camino de socializar las pérdidas sin socializar las ganancias? No sabemos de los límites de la codicia, y probablemente tampoco sabemos demasiado acerca de los límites de la tolerancia del ser humano.
Respecto del segundo punto, la sociedad entera ha practicado el endeudamiento. Las personas han contraido deudas para disfrutar inmediatamente de los bienes, obteniendo en préstamo un capital del que no se disponía pero que confiaban poder pagar a plazos. El crecimiento de la economía llevaba aparejada una cierta inflación y un mayor crecimiento de los salarios, de tal modo que endeudarse era una buena operación financiera. Para las empresas no era posible vivir sin financiación, esto es, sin deuda. Si la empresa crece, la financiación es mayor, porque mayor financiación permite crecer más. Los bancos facilitaban los préstamos aumentando sus cuentas de resultados. Como las autoridades monetarias no les exigían sino una pequeña garantía por los depósitos, podían emprender operaciones rentables más allá del negocio bancario, por ejemplo en el sector inmobiliario (USA, Irlanda, España...), contando también con la emisión de obligaciones, es decir, con los inversores, lo que no es sino endeudamiento. Así, las entidades de crédito se expandían, diversificaban sus áreas de negocio y crecían de tamaño, lo que les permitía ampliar instalaciones y personal. Los representantes políticos electos de los gobiernos locales, regionales y estatales, no han sido nada ajenos a este modo de hacer. Seducían a sus electores embarcándose en grandes proyectos y con el aumento del tamaño de las respectivas administraciones (más y mejores instalaciones, más contratados y funcionarios) y para ello nadie observaba ningún inconveniente en endeudarse a través de las entidades financieras y/o los mercados. Así pues, en los viejos países industrializados, casi todo el mundo se ha endeudado. Pocos se han atrevido a ver en esto un problema. Por lo que en realidad apenas nadie se atreve a ejercer la crítica.
Bertrand Russell, inspirado en David Hume, nos explicaba que la conditio humana se basa en la costumbre. La costumbre se basa en la repetición de un evento. De ahí nace nuestra noción de "causalidad". Observamos la repetición de eventos y establecemos una conexión entre ellos por la fuerza de la costumbre. Si la repetición es sistemática incluso podemos ver una "conexión necesaria" entre el evento que llamamos "causa" y el que llamamos "efecto". Russell nos recuerda que esa "conexión necesaria" es la misma que ve la gallina cada día cuando llega el granjero a traerle la comida, incluso el día en que aquel viene a convertirla en su propio sustento. La costumbre nos haría considerar como "conexiones causales necesarias" lo que en realidad sólo serían "creencias" basadas en la costumbre. En suma, para los seres humanos, como tal vez para las gallinas, la "creencia en la uniformidad de la naturaleza" sería imprescindible. ¿Cómo no voy a creer que mañana el sol seguirá saliendo y que yo estaré vivo?
Nos basamos en costumbres y en ellas se basan nuestras creencias, que convertimos en leyes, que a veces consideramos "necesarias". Lo interesante de la noción de causalidad es que a través de ella anticipamos los hechos. Como siempre ha ocurrido así, pensamos que seguirá ocurriendo así. Si en un partido de fútbol americano, por ejemplo en Texas, iniciado el lance del juego, el quarter back se pasea hacia las líneas adversarias en lugar de correr, los defensores quedan desconcertados porque nunca ha ocurrido así. Han anticipado unos hechos, pero se producen otros. Esto es el desconcierto. No está previsto en la base de nuestra costumbre que se produzcan otros hechos... Pero por más que creamos con todas nuestras fuerzas que no puede ocurrir de otro modo, si se trata de un fenómeno causal basado en nuestra costumbre, toda esa energía que se deposita en creerla con vigor absoluto no impide que realmente se puedan producir otros hechos inesperados; que el quarter back no corra sino que pasee, que el sol no salga mañana, que yo no esté vivo... Por más improbable que nos parezca.
Las personas que se endeudan han observado a su alrededor y practican las costumbres, confían que todo seguirá igual y que devolverán sus deudas. Incluso si algo sale mal, puede que el Estado asuma la responsabilidad... Lo mismo hacen las empresas, los bancos, los gobiernos... Todo seguirá igual, no hay previsión de que pueda ser que un día ocurra algo diferente. Es improbable. Puede que, a lo sumo, alguien, en un momento de lucidez, piense que sea posible algún cataclismo que modifique el curso de las cosas, pero lo más probable es que ese alguien vaya más allá y se pregunte por qué, mientras que no acontezca el cataclismo, no podemos disfrutar de que no ocurra. Así se fragua el "optimismo", que también ha estado presente en los últimos decenios. Si alguien formula alguna posición tímidamente escéptica, entonces es un "pesimista". Optimismo y pesimismo se convierten en armas arrojadizas en las que no parece haber término medio. Sólo hay dos términos del dilema: O alguien manifiesta que todo irá a mejor, o de lo contrario queda catalogado en el ámbito de los que piensan que todo irá a peor. Parecería que examinar lo que ocurre objetivamente ya no es posible, puesto que todo es subjetivo.
Sin embargo, volviendo a lo que nos ha movido la reflexión, la crisis económica, he aquí que lo que antes era una conexión causal, una sucesión de eventos casi conectados necesariamente, un cúmulo de confianzas basadas en todos los datos de la experiencia y sostenidas por los mayores índices de probabilidad casi absoluta, ocurre que todo aquello ahora no es visto más que como el producto de una simple burbuja que ha estallado...
Y ahora los deudores están en manos de los inversores, que quieren obtener más por sus préstamos... ¿Tienen capacidad de reacción las gallinas?
Fernandez-Villaverde, Jesús; Garicano, Luis; Santos, Tano. "La bancarrota necesaria". El País, 28/11/2010, economía, página 25.
En relación con este asunto resulta obvio que en los viejos países industrializados, de momento todavía no en los emergentes, el modo de vida de los últimos decenios ha sido inspirado, desde el punto de vista económico, por las siguientes premisas, entre otras:
1. El principio de la economía libre de mercado.
2. El principio de que el endeudamiento es una buena praxis económica.
Respecto del primer punto, siendo críticos, hay que decir que la aplicación ha sido limitada puesto que la mayor parte de los ciudadanos ven su vida económica como algo intensamente gravado y regulado en los mencionados países,; y, sin embargo, ese gravamen y regulación nunca han alcanzado a la cumbre del mercado, allí donde los fondos de inversión organizados conforman lo que podríamos llamar un capitalismo de casino permanente, dado que la ruleta está abierta las veinticuatro horas del día, conforme el globo terráqueo gira desde Tokyo hasta New York, pasando por London. En esta cúspide de la pirámide del mercado apenas ha habido presión fiscal y regulación. De hecho algunos grupos de opinión, como ATTAC, han sido críticos con esa situación. La posición de los grandes inversores ha sido poco más o menos la siguiente: "Para dinamizar la economía y crear puestos de trabajo, el dinero está mejor en nuestras manos que en las del Estado, porque nosotros sabemos lo que hay que hacer mejor que nadie." Por otro lado, la regulación teóricamente redistributiva que significan los impuestos finalmente se aplica en su mayoría a las rentas del trabajo, por lo que los grandes servicios públicos son soportados por estas rentas. Esto constituye una injusticia social por la inmoralidad que supone la adopción de un principio que no se aplica con carácter universal. Los miembros de FEDEA, en coherencia con aquel principio, defienden que asuman las pérdidas aquellos cuya libre inversión no ha sido acertada, porque es el núcleo del principio de la economía de libre mercado. Si el mercado es intervenido para socializar las pérdidas, entonces temen que quepa otra opción también; a saber, someter el casino al imperio de los impuestos y la regulación. Ahora bien, piensan los que no han hecho inversiones acertadas, ¿y si hubieramos encontrado el camino de socializar las pérdidas sin socializar las ganancias? No sabemos de los límites de la codicia, y probablemente tampoco sabemos demasiado acerca de los límites de la tolerancia del ser humano.
Respecto del segundo punto, la sociedad entera ha practicado el endeudamiento. Las personas han contraido deudas para disfrutar inmediatamente de los bienes, obteniendo en préstamo un capital del que no se disponía pero que confiaban poder pagar a plazos. El crecimiento de la economía llevaba aparejada una cierta inflación y un mayor crecimiento de los salarios, de tal modo que endeudarse era una buena operación financiera. Para las empresas no era posible vivir sin financiación, esto es, sin deuda. Si la empresa crece, la financiación es mayor, porque mayor financiación permite crecer más. Los bancos facilitaban los préstamos aumentando sus cuentas de resultados. Como las autoridades monetarias no les exigían sino una pequeña garantía por los depósitos, podían emprender operaciones rentables más allá del negocio bancario, por ejemplo en el sector inmobiliario (USA, Irlanda, España...), contando también con la emisión de obligaciones, es decir, con los inversores, lo que no es sino endeudamiento. Así, las entidades de crédito se expandían, diversificaban sus áreas de negocio y crecían de tamaño, lo que les permitía ampliar instalaciones y personal. Los representantes políticos electos de los gobiernos locales, regionales y estatales, no han sido nada ajenos a este modo de hacer. Seducían a sus electores embarcándose en grandes proyectos y con el aumento del tamaño de las respectivas administraciones (más y mejores instalaciones, más contratados y funcionarios) y para ello nadie observaba ningún inconveniente en endeudarse a través de las entidades financieras y/o los mercados. Así pues, en los viejos países industrializados, casi todo el mundo se ha endeudado. Pocos se han atrevido a ver en esto un problema. Por lo que en realidad apenas nadie se atreve a ejercer la crítica.
Bertrand Russell, inspirado en David Hume, nos explicaba que la conditio humana se basa en la costumbre. La costumbre se basa en la repetición de un evento. De ahí nace nuestra noción de "causalidad". Observamos la repetición de eventos y establecemos una conexión entre ellos por la fuerza de la costumbre. Si la repetición es sistemática incluso podemos ver una "conexión necesaria" entre el evento que llamamos "causa" y el que llamamos "efecto". Russell nos recuerda que esa "conexión necesaria" es la misma que ve la gallina cada día cuando llega el granjero a traerle la comida, incluso el día en que aquel viene a convertirla en su propio sustento. La costumbre nos haría considerar como "conexiones causales necesarias" lo que en realidad sólo serían "creencias" basadas en la costumbre. En suma, para los seres humanos, como tal vez para las gallinas, la "creencia en la uniformidad de la naturaleza" sería imprescindible. ¿Cómo no voy a creer que mañana el sol seguirá saliendo y que yo estaré vivo?
Nos basamos en costumbres y en ellas se basan nuestras creencias, que convertimos en leyes, que a veces consideramos "necesarias". Lo interesante de la noción de causalidad es que a través de ella anticipamos los hechos. Como siempre ha ocurrido así, pensamos que seguirá ocurriendo así. Si en un partido de fútbol americano, por ejemplo en Texas, iniciado el lance del juego, el quarter back se pasea hacia las líneas adversarias en lugar de correr, los defensores quedan desconcertados porque nunca ha ocurrido así. Han anticipado unos hechos, pero se producen otros. Esto es el desconcierto. No está previsto en la base de nuestra costumbre que se produzcan otros hechos... Pero por más que creamos con todas nuestras fuerzas que no puede ocurrir de otro modo, si se trata de un fenómeno causal basado en nuestra costumbre, toda esa energía que se deposita en creerla con vigor absoluto no impide que realmente se puedan producir otros hechos inesperados; que el quarter back no corra sino que pasee, que el sol no salga mañana, que yo no esté vivo... Por más improbable que nos parezca.
Las personas que se endeudan han observado a su alrededor y practican las costumbres, confían que todo seguirá igual y que devolverán sus deudas. Incluso si algo sale mal, puede que el Estado asuma la responsabilidad... Lo mismo hacen las empresas, los bancos, los gobiernos... Todo seguirá igual, no hay previsión de que pueda ser que un día ocurra algo diferente. Es improbable. Puede que, a lo sumo, alguien, en un momento de lucidez, piense que sea posible algún cataclismo que modifique el curso de las cosas, pero lo más probable es que ese alguien vaya más allá y se pregunte por qué, mientras que no acontezca el cataclismo, no podemos disfrutar de que no ocurra. Así se fragua el "optimismo", que también ha estado presente en los últimos decenios. Si alguien formula alguna posición tímidamente escéptica, entonces es un "pesimista". Optimismo y pesimismo se convierten en armas arrojadizas en las que no parece haber término medio. Sólo hay dos términos del dilema: O alguien manifiesta que todo irá a mejor, o de lo contrario queda catalogado en el ámbito de los que piensan que todo irá a peor. Parecería que examinar lo que ocurre objetivamente ya no es posible, puesto que todo es subjetivo.
Sin embargo, volviendo a lo que nos ha movido la reflexión, la crisis económica, he aquí que lo que antes era una conexión causal, una sucesión de eventos casi conectados necesariamente, un cúmulo de confianzas basadas en todos los datos de la experiencia y sostenidas por los mayores índices de probabilidad casi absoluta, ocurre que todo aquello ahora no es visto más que como el producto de una simple burbuja que ha estallado...
Y ahora los deudores están en manos de los inversores, que quieren obtener más por sus préstamos... ¿Tienen capacidad de reacción las gallinas?