El polemista Friedrich Nietzsche se entrega en el verano de 1887 a escribir La genealogía de la moral en la que trata de desenmascarar y poner en entredicho los valores morales del sacerdote cristiano. En el primer tratado quiere mostrar la psicología del cristianismo, con la tesis de que el cristianismo nace del espíritu del resentimiento, mediante el que se ha generado una rebelión contra los valores nobles. El segundo tratado indaga en la psicología de la conciencia, tratando de mostrar que la conciencia que se ha fraguado es, no la de "la voz de Dios en el hombre", sino la del instinto de la crueldad. El tercer tratado quiere mostrar que el ideal ascético del sacerdote es nocivo; y, por ello, Nietzsche pretende "la transvaloración de todos los valores".
Como buen filólogo clásico, Nietzsche indaga en la herencia clásica griega y latina cuando se pregunta por el origen de nuestro bien y nuestro mal. Dios es el padre del mal, según cree haber establecido en su infancia. Si Dios todo lo puede, si lo ha creado todo, si el mal existe... Pero aprende a transformar la pregunta para no buscar "el origen del mal por detrás del mundo", de modo que ahora tratará de indagar en las condiciones en las que el hombre se inventó esos juicios de valor, que son las palabras bueno y malvado, para desentrañar su valor, esto es, para ver si favorecen o no la vida. Lo que quiere Nietzsche es esclarecer el valor de los valores establecidos, el valor de la moral. Para Nietzsche el resentimiento no puede ser un valor favorecedor de la vida, por eso en el primer tratado se dedica a analizar aquellas condiciones de resentimiento en las que se crean los valores morales cristianos. La impotencia de la casta sacerdotal ante los valores aristocráticos convierte a los sacerdotes en el enemigo más malvado; no un enemigo que va de frente, sino un enemigo siniestro, venenoso y odiador. Es el espíritu de la venganza sacerdotal. Nietzsche añade que han invertido los valores haciendo que «¡los miserables son los buenos; los pobres, los impotentes, los bajos son los únicos buenos; los que sufren, los indigentes, los enfermos, los deformes son también los únicos piadosos, los únicos benditos de Dios, únicamente para ellos existe bienaventuranza, - en cambio vosotros, vosotros los nobles y violentos, vosotros sois, por toda la eternidad, los malvados, los crueles, los lascivos, los insaciables, los ateos, y vosotros seréis también eternamente los desventurados, los malditos y condenados!...» Nietzsche afirma que del tronco de este árbol de venganza y del odio se nutre el judaismo, el cristianismo, que aplebeyan al género humano, lo hacen rebaño. "La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento mismo se vuelve creador y engendra valores: el resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción, y que se desquitan únicamente con una venganza imaginaria." En el § 15 del primer tratado de La genalogía de la moral nos muestra Nietzsche las estratagemas de esos resentidos vengativos, "animales llenos de venganza y odio", de tal modo que esos débiles postulan que serán fuertes en "el reino de Dios", para lo que necesitan la vida eterna, en la que se resarcirán eternamente. "¡Son, desde luego, tan humildes en todo!", dice irónicamente Nietzsche; y añade que Tomás de Aquino lo dice así: "«Beati in regno coelesti [...] videbunt poenas damnatorum, ut beatitudo illis magis complaceat» [Los bienaventurados verán en el reino celestial las penas de los condenados, para que su bienaventuranza les satisfaga más]."
Efectivamente, como señala Andrés Sánchez Pascual, Tomás de Aquino se plantea la cuestión de si los bienaventurados verán en la patria (el reino de Dios padre) las penas de los condenados. Frente a los argumentos de que los bienaventurados no podrán ver a los condenados por la gran distancia que los separa, o porque los bienaventurados son seres dispuestos para ver lo bello y no lo imperfecto; Tomás de Aquino concluye la cuestión señalando que "de los bienaventurados no debe quitarse nada de lo que pertenezca a la perfección de su bienaventuranza. Concédese a los bienaventurados el que vean perfectamente el castigo de los impíos [...] Y, por tanto, para que la bienaventuranza de los santos les complazca más, y por ella den a Dios más abundantes gracias, se les concede el ver perfectamente las penas de los impíos" (Tomás de Aquino: Suma Teológica, suplemento, cuestión XCIV, artículo 1. Traducción de Hilario Abad de Aparicio. Moya y Plaza editores. Madrid, 1880).
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