domingo, 3 de octubre de 2010

Platón: Carta VII

Platón escribió este impresionante texto autobiográfico en su vejez, siglo IV a.C., tras una vida en buena parte dedicada a vivir y pensar la política. Un buen texto clásico es aquel que sigue hablándonos en todo momento presente. Se trata de un buen ejercicio:


  • Antaño, cuando yo era joven, sentí lo mismo que les pasa a otros muchos. Tenía la idea de dedicarme a la política tan pronto como fuera dueño de mis actos, y las circunstancias en que se me presentaba la situación de mi país eran las siguientes: al ser acosado por muchos lados el régimen político entonces existente, se produjo una revolución; al frente de este cambio político se establecieron como jefes cincuenta y un hombres: once en la ciudad y diez en el pireo (unos y otros encargados de la administración pública en el ágora y en los asuntos municipales), mientras que treinta se constituyeron con plenos poderes como autoridad suprema. Ocurría que algunos de ellos eran parientes y conocidos míos y, en consecuencia, me invitaron al punto a colaborar en trabajos que, según ellos, me interesaban. Lo que me ocurrió no es de extrañar, dada mi juventud: yo creí que iban a gobernar la ciudad sacándola de un régimen injusto para llevarla a un sistema justo, de modo que puse una enorme atención en ver lo que podía conseguir. En realidad, lo que vi es que en poco tiempo hicieron parecer de oro al antiguo régimen; entre otras cosas, enviaron a mi querido y viejo amigo Sócrates, de quien no tendría ningún reparo en afirmar que fue el hombre más justo de su época, para que, acompañado de otras personas, detuviera a un ciudadano y lo condujera violentamente a su ejecución, con el fin evidente de hacerle cómplice de sus actividades criminales tanto si quería como si no. Pero Sócrates no obedeció y se arriesgó a toda clase de peligros antes que colaborar en sus iniquidades. Viendo, pues, como decía, todas estas cosas y aun otras de la misma gravedad, me indigné y me abstuve de las vergüenzas de aquella época. Poco tiempo después cayó el régimen de los Treinta con todo su sistema político. Y otra vez, aunque con más tranquilidad, me arrastró el deseo de dedicarme a la actividad política. Desde luego, también en aquella situación, por tratarse de una época turbulenta, ocurrían muchas cosas indignantes, y no es nada extraño que, en medio de una revolución, algunas personas se tomaran venganzas excesivas de sus enemigos. Sin embargo, los que entonces se repatriaron se comportaron con una gran moderación. Pero la casualidad quiso que algunos de los que ocupaban el poder hicieran comparecer ante el tribunal a nuestro amigo Sócrates, ya citado, y presentaran contra él la acusación más inicua y más inmerecida: en efecto, unos hicieron comparecer, acusado de impiedad, y otros condenaron y dieron muerte al hombre que un día se negó a colaborar en la detención ilegal de un amigo de los entonces desterrados, cuando ellos mismos sufrían la desgracia del exilio. Al observar yo estas cosas y ver a los hombres que llevaban la política, así como las leyes y las costumbres, cuanto más atentamente lo estudiaba y más iba avanzando en edad, tanto más difícil me parecía administrar bien los asuntos públicos. Por una parte, no me parecía que pudiera hacerlo sin la ayuda de amigos y colaboradores de confianza, y no era fácil encontrar a quienes lo fueran, ya que la ciudad ya no se regía según las costumbres y usos de nuestros antepasados, y era imposible adquirir otros nuevos con alguna facilidad. Por otra parte, tanto la letra de las leyes como las costumbres se iban corrompiendo hasta tal punto que yo, que al principio estaba lleno de un gran entusiasmo para trabajar en actividades públicas, al dirigir la mirada a la situación y ver que todo iba a la deriva por todas partes, acabé por marearme. Sin embargo, no dejaba de reflexionar sobre la posibilidad de mejorar la situación y, en consecuencia, todo el sistema político, pero sí dejé de esperar continuamente las ocasiones para actuar, y al final llegué a comprender que todos los Estados actuales están mal gobernados; pues su legislación casi no tiene remedio sin una reforma extraordinaria unida a felices circunstancias. Entonces me sentí obligado a reconocer, en alabanza de la filosofía verdadera, que sólo a partir de ella es posible distinguir lo que es justo, tanto en el terreno de la vida pública como en la privada. Por ello, no cesarán los males del género humano hasta que ocupen el poder los filósofos puros y auténticos o bien los que ejercen el poder en las ciudades, por algún especial favor divino, lleguen a ser filósofos verdaderos.
 

Anotaciones didácticas.

Añadimos a continuación de nuevo el texto de Platón con algunos elementos clave en negrita, a los que deberíamos prestar atención para una adecuada interpretación:

  • Antaño, cuando yo era joven, sentí lo mismo que les pasa a otros muchos. Tenía la idea de dedicarme a la política tan pronto como fuera dueño de mis actos, y las circunstancias en que se me presentaba la situación de mi país eran las siguientes: al ser acosado por muchos lados el régimen político entonces existente, se produjo una revolución; al frente de este cambio político se establecieron como jefes cincuenta y un hombres: once en la ciudad y diez en el pireo (unos y otros encargados de la administración pública en el ágora y en los asuntos municipales), mientras que treinta se constituyeron con plenos poderes como autoridad suprema. Ocurría que algunos de ellos eran parientes y conocidos míos y, en consecuencia, me invitaron al punto a colaborar en trabajos que, según ellos, me interesaban. Lo que me ocurrió no es de extrañar, dada mi juventud: yo creí que iban a gobernar la ciudad sacándola de un régimen injusto para llevarla a un sistema justo, de modo que puse una enorme atención en ver lo que podía conseguir. En realidad, lo que vi es que en poco tiempo hicieron parecer de oro al antiguo régimen; entre otras cosas, enviaron a mi querido y viejo amigo Sócrates, de quien no tendría ningún reparo en afirmar que fue el hombre más justo de su época, para que, acompañado de otras personas, detuviera a un ciudadano y lo condujera violentamente a su ejecución, con el fin evidente de hacerle cómplice de sus actividades criminales tanto si quería como si no. Pero Sócrates no obedeció y se arriesgó a toda clase de peligros antes que colaborar en sus iniquidades. Viendo, pues, como decía, todas estas cosas y aun otras de la misma gravedad, me indigné y me abstuve de las vergüenzas de aquella época. Poco tiempo después cayó el régimen de los Treinta con todo su sistema político. Y otra vez, aunque con más tranquilidad, me arrastró el deseo de dedicarme a la actividad política. Desde luego, también en aquella situación, por tratarse de una época turbulenta, ocurrían muchas cosas indignantes, y no es nada extraño que, en medio de una revolución, algunas personas se tomaran venganzas excesivas de sus enemigos. Sin embargo, los que entonces se repatriaron se comportaron con una gran moderación. Pero la casualidad quiso que algunos de los que ocupaban el poder hicieran comparecer ante el tribunal a nuestro amigo Sócrates, ya citado, y presentaran contra él la acusación más inicua y más inmerecida: en efecto, unos hicieron comparecer, acusado de impiedad, y otros condenaron y dieron muerte al hombre que un día se negó a colaborar en la detención ilegal de un amigo de los entonces desterrados, cuando ellos mismos sufrían la desgracia del exilio. Al observar yo estas cosas y ver a los hombres que llevaban la política, así como las leyes y las costumbres, cuanto más atentamente lo estudiaba y más iba avanzando en edad, tanto más difícil me parecía administrar bien los asuntos públicos. Por una parte, no me parecía que pudiera hacerlo sin la ayuda de amigos y colaboradores de confianza, y no era fácil encontrar a quienes lo fueran, ya que la ciudad ya no se regía según las costumbres y usos de nuestros antepasados, y era imposible adquirir otros nuevos con alguna facilidad. Por otra parte, tanto la letra de las leyes como las costumbres se iban corrompiendo hasta tal punto que yo, que al principio estaba lleno de un gran entusiasmo para trabajar en actividades públicas, al dirigir la mirada a la situación y ver que todo iba a la deriva por todas partes, acabé por marearme. Sin embargo, no dejaba de reflexionar sobre la posibilidad de mejorar la situación y, en consecuencia, todo el sistema político, pero sí dejé de esperar continuamente las ocasiones para actuar, y al final llegué a comprender que todos los Estados actuales están mal gobernados; pues su legislación casi no tiene remedio sin una reforma extraordinaria unida a felices circunstancias. Entonces me sentí obligado a reconocer, en alabanza de la filosofía verdadera, que sólo a partir de ella es posible distinguir lo que es justo, tanto en el terreno de la vida pública como en la privada. Por ello, no cesarán los males del género humano hasta que ocupen el poder los filósofos puros y auténticos o bien los que ejercen el poder en las ciudades, por algún especial favor divino, lleguen a ser filósofos verdaderos.

2 comentarios:

  1. eduardo Daniel Rodríguez7 de abril de 2017, 16:37

    Gracias por la difusión de este material

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  2. la verdadera filosofìa haria humildes a quienes acceden a lugares de Poder

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