¿Por qué seguir con Kant?
Se cumplen 300 años tras el nacimiento de Kant el 22 de abril de 1724 en Königsberg, entonces la capital de Prusia oriental; que actualmente es la ciudad de Kaliningrad, perteneciente a Rusia. Después de tres siglos ¿por qué seguir pensando con Kant?
Son muchos los argumentos kantianos que nos deberían seguir inspirando.
Nadie como Kant expuso los fundamentos de la Ilustración. Frente a una pléyade europea de regímenes absolutistas, déspotas o autocráticos, todos ellos afirmándose muy cristianos, Kant nos explicó que no es compatible defender un sistema político que considera al ser humano como súbdito y al mismo tiempo sostener que se defiende una excelsa moralidad. Para Kant no es moral considerar al ser humano como un medio para cualquier otro fin, y la condición de súbdito es la de ser un medio al servicio de otro. Así, la única moralidad en mayúsculas es aquella que considera al ser humano como un fin en sí mismo, y sólo así es posible hablar de la dignidad del ser humano. Por eso, Kant nos explicó con toda claridad por qué defender el movimiento político de la Ilustración; a saber, porque la Ilustración consiste en que el ser humano alcanza su mayoría de edad. La Ilustración es el momento en el que el ser humano deja de ser súbdito, deja de estar guiado por otro, que es lo más fácil, pues basta con dejarse llevar por las normas de otro (heteronomía), sin pensar. El momento ilustrado es aquel en el que el ser humano se atreve a pensar por sí mismo (sapere aude) para deshacerse de la tutela de otro y para decidir por sí mismo (autonomía).
¿Pero esa autonomía lleva al desconcierto? Nada más lejos para Kant, puesto que ese pensar del ser humano, ese saberse a sí mismo con dignidad, como fin en sí mismo, le exige racionalmente obrar de tal manera que pueda al mismo tiempo querer que las normas que sigue sean universalizables; esto es, el pensar racional humano exige obrar siguiendo unas normas tales que cada cual pueda querer que también los demás las sigan. Estos fundamentos del sistema moral son necesarios si queremos obrar de acuerdo con una moral universal, o lo que es lo mismo, una moral bajo la que conservamos la dignidad. Esos fundamentos son, según Kant, los imperativos categóricos. No son imperativos o normas circunstanciales, que persiguen una finalidad instrumental inmediata, sino que son el resultado de una necesidad cuya finalidad es racional. Si queremos obrar de acuerdo con una moral que persiga la dignidad humana, ésta debe ser universal, guiada por el imperativo categórico, porque de lo contrario es una moral de grupo, parcial, que seguramente se arroja contra el otro, que en ese caso deja de ser fin en sí mismo. Por lo tanto, la autonomía ilustrada del ser humano es la autonomía para alcanzar la dignidad, la libertad, y para pensar y darse cuenta de que la propia dignidad exige reconocer la del otro. En el plano racional, el otro soy yo mismo.
Sí, se ha objetado a Kant que esa visión de una moral dictada por un formalísimo imperativo categórico es de una bisoñez o inocencia superlativa e irreal porque el ser humano persigue su interés más egoísta en todo momento, y está lejos de considerar al otro en su dignidad. Kant es consciente de esa dicotomía presente en el ser humano. Sin embargo, creo más bien que el planteamiento de Kant no es nada ingénuo. Sino que quiere dar un paso más, a sabiendas de que por más que se trate de algo difícil de alcanzar, ello no debería significar que no quisiéramos intentar alcanzarlo. Kant es consciente de ello. Tanto es así que consideró que en el ser humano se da una insociable sociabilidad. Esto es, por una lado perseguimos con tanta intensidad nuestro propio interés particular que a veces nos parece que los demás nos molestan en nuestro empeño por alcanzar que todo sea para nosotros (insociabilidad); pero a poco que lo pensemos, también nos damos cuenta de que sin los demás no alcanzaríamos tampoco apenas nada, y que necesitamos al otro (sociabilidad).
Así pues, la cuestión es cómo compatibilizar ambos elementos. La propuesta de Kant es la de una ética universal, con unas máximas sencillas que tengan valor universal; o, como las llama Kant, los imperativos categóricos: "obra de tal manera que puedas querer que la máxima que dirigue tu acción sea universalizable". La universalizabilidad es la regla de oro. Así, pueden haber diversas morales, pero si quieren perseguir la dignidad del ser humano en su conjunto, deberán respetar la universalizabilidad y la condición del ser humano de fin en sí mismo.
En épocas llenas de guerra, como la actual, también se debería releer a Kant, si queremos algún día alcanzar una paz duradera. En su artículo sobre la Paz perpetua nos deja las siguientes perlas:
1.º No debe considerarse como válido un tratado de paz que se haya ajustado con la reserva mental de ciertos motivos capaces de provocar en el porvenir otra guerra.
2.º Ningún Estado independiente -pequeño o grande, lo mismo da- podrá ser adquirido por otro Estado mediante herencia, cambio, compra o donación...
3.º Los ejércitos permanentes -miles perpetuus- deben desaparecer por completo con el tiempo.
4.º No debe el Estado contraer deudas que tengan por objeto sostener su política exterior.
5.º Ningún Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la constitución y el gobierno de otro Estado.
6.º Ningún Estado que esté en guerra con otro debe permitirse el uso de hostilidades que imposibiliten la recíproca confianza en la paz futura; tales son, por ejemplo, el empleo en el Estado enemigo de asesinos (percussores), envenenadores (venefici), el quebrantamiento de capitulaciones, la excitación a la traición, etc.
Todo ello además de que en el plano del conocimiento, de la ciencia, Kant alcanza una gran síntesis entre las dos grandes corrientes hasta entonces enfrentadas, la del racionalismo y la del empirismo; de tal modo que nos pone de manifiesto que el conocimiento sobre el mundo físico requiere tanto de la parte empírica, que consiste en la mirada sensorial hacia el mundo, como de la parte racional, que responde a la estructura racional del sujeto que conoce. Que nuestra Física de hoy sea una ciencia matematizada, respondiendo a la idea de que la realidad tiene estructura matemática (Pitágoras, Galileo, Newton), encuentra su explicación en la Crítica de la razón pura de Kant, al mostrarnos que la forma de la intuición humana son las intuiciones puras de espacio y tiempo, respecto de las que se despliega toda matemática.
A modo de curiosidad final, recuerden que Platon propuso en su Carta VII, en su madurez, que los males del género humano no tendrían solución a menos que gobernaran los filósofos, o bien dedicarse a esperar que los reyes (gobernantes) se hicieran filósofos. Seguramente esto último lo dijo con algo de ironía. Para hacer justicia a Platón, hay que decir que insistía en que deberían gobernar los que saben (filos sophos), pues le parecía de lo más obvio que el gobierno de los que saben qué es el bien y la justicia es el único que podría traer a la polis tales virtudes (entendiendo que conocer una virtud, exige su práctica), pues difícilmente podrían aportarlas quienes las desconocen. Pues bien, traemos esto a colación para contextualizar un párrafo de Kant en la Paz perpetua en el que insiste, aunque de otro modo, en la tesis platónica, y el texto merece nuestro in memoriam:
Un artículo secreto de la paz perpetua
Un artículo secreto en las negociaciones del derecho público es, objetivamente, es decir, considerado en su contenido, una contradicción; pero subjetivamente, estimado según la calidad de la persona que lo dicta, puede admitirse, pues cabe pensar que esa persona no cree conveniente para su dignidad manifestarse públicamente autora del citado artículo.
El único artículo de esta especie va incluso en la siguiente proposición: «Las máximas de los filósofos sobre las condiciones de la posibilidad de la paz pública deberán ser tenidas en cuenta y estudiadas por los Estados apercibidos para la guerra.»
Para la autoridad legisladora de un Estado, en quien naturalmente hay que suponer la más honda sabiduría, parece deprimente el tener que buscar enseñanzas en algunos de sus súbditos -los filósofos- antes de decidir los principios según los cuales va a determinar su conducta frente a otros Estados. Sin embargo, convendría mucho que así lo hiciera. El Estado, pues, requerirá tácitamente -en secreto- a los filósofos, lo cual significa que les dejará expresarse libre y públicamente sobre las máximas generales de la guerra y de la paz. Los filósofos hablarán espontáneamente, si no se les prohibe hacerlo. Sobre este punto no necesitan los Estados ponerse previamente de acuerdo; coincidirán todos, porque esta coincidencia yace en la obligación misma que nos impone la razón moral legisladora. No quiero decir que el Estado deba dar la preferencia a los principios del filósofo sobre las sentencias del jurista -representante de la potestad pública-, sino sólo que debe oírlos. El jurisconsulto, que ha elegido como símbolo la balanza del derecho y la espada de la justicia, suele usar la espada, no sólo para apartar de la balanza todo influjo extraño que pueda perturbar su equilibrio, sino a veces también para echarla en uno de los platillos -voe victis-. El jurista, que no es filósofo al mismo tiempo -ni en cuanto a la moralidad-, siente una irresistible inclinación, muy propia de su empleo, a aplicar las leyes vigentes, sin investigar si estas leyes no serían acaso susceptibles de algún perfeccionamiento; y porque este rango, en realidad inferior, de su facultad va acompañado de la fuerza, estímala por superior. La facultad de filosofía está muy por debajo de las fuerzas unidas de las otras. Dícese de la filosofía, por ejemplo, que es la sirvienta de la teología -y lo mismo de las otras dos-. Pero no se aclara bien si su servicio consiste «en preceder a su señora, llevando la antorcha, o en seguirla, recogiéndole la cola».
No hay que esperar ni que los reyes se hagan filósofos ni que los filósofos sean reyes. Tampoco hay que desearlo; la posesión de la fuerza perjudica inevitablemente al libre ejercicio de la razón. Pero si los reyes o los pueblos príncipes -pueblos que se rigen por leyes de igualdad- no permiten que la clase de los filósofos desaparezca o enmudezca; si les dejan hablar públicamente, obtendrán en el estudio de sus asuntos unas aclaraciones y precisiones de las que no se puede prescindir. Los filósofos son por naturaleza inaptos para banderías y propagandas de club; no son, por tanto, sospechosos de proselitismo.
(Kant, Immanuel: La Paz perpetua. Apéndice 1).
Sapere aude!